miércoles, 29 de octubre de 2014

El buen y viejo rock and roll

Cuando le veía, siendo más jovencita, pensaba que estaba fuera de la realidad. No vestía a la moda; su estilo era sobrio, de señor mayor a pesar de sus cincuenta. Yo tenía 25. Era la época del boom inmobiliario, de ciertas camisas masculinas llenas de escudos publicitarios como los que venden en las mercerías para los uniformes de los colegios; de los bolsos con anagrama; del barroco -como él llama habitualmente a este tipo de excesos con sonrisa canalla-. Él era y es mi primo.

Hicimos un master de tributario juntos, aunque él es ingeniero agrónomo. Mientras le llevaba en coche a la universidad, le contaba mis dichas y desdichas "tardojuveniles" y sentimentales; él siempre me respondía -prudentemente- con el argumento razonado de un libro o con una frase sacada de la literatura -cuando todavía no estaba de moda abusar de ellas-, a la que yo, más tarde, daba vueltas. Las mismas vueltas que se les da a las canciones de Sabina, cuando uno se nota, anímicamente, en la cuerda floja. Y es que ante nuestras pequeñas adversidades -porque, salvo la muerte, no hay ninguna otra suficientemente aterradora-, la mayoría nos volvemos reflexivos en la generalidad de los casos. O, al menos, eso sería lo deseable.

Con la madurez -la mía-, comenzamos a hablar de política, de valores, de economía, en definitiva, de aspectos fundamentales en toda sociedad. Con el tiempo, hicimos tertulias con su padre, un señor que había pasado algunos de sus años como estudiante en "El Escorial" -a principios del siglo XX- y contaba anécdotas tremendamente interesantes de aquellos tiempos. Recuerdo el día en que le dije que estaba leyendo "Ana Karenina" y me dijo, como amante de la filosofía que es: "¡ah, bueno, eso es una lectura de entretenimiento!". "Tocada y hundida", pensé a la par que esbozaba una sonrisa.

Mi primo es -en sentido figurado- un señor del siglo XIX; y un descendiente de terratenientes -en sentido literal-. Aúna dos características de enorme valía: la austeridad y el gusto intelectual. La primera, tal vez, era fruto del conocimiento de la tierra y, la segunda, puede que, en parte, consecuencia de la pretendida soledad de la primera, y de una prelación distinta en la escala de valores a la que se acostumbra en estos locos años, en los que algunos quieren ser distinguidos, siendo pretenciosos en sentido material -por supuesto, con el dinero y el esfuerzo de los demás-. Valiente, desvergonzada e insolidaria horterada es robar a los ciudadanos para poder cazar o comer marisco. Dicho así, suena verdaderamente ridículo; más aún teniendo en cuenta que "el gobierno no puede tener otro derecho verdadero sobre mi persona y mis bienes, que no sea el que yo le concedo" (H.D. Thoreau).

Si bien es cierto que cualquiera podía soñar con acceder a la política a partir de mediados del siglo XIX, momento en el que dejó de ser preceptiva la hidalguía, esta posibilidad no se hizo plenamente efectiva hasta la llegada de nuestra democracia, cuyo logro fue la igualdad de oportunidades de base. Pero, ¿estábamos preparados para ser auténticamente refinados, responsables, austeros, y modernos?¿Se ha repetido lo acaecido en tiempos pasados con actores diferentes? Todavía recuerdo aquella frase de Alfonso Guerra que decía: "el día que nos vayamos, a España no la va a conocer ni la madre que la parió". Lo lamento, don Alfonso. Desgraciadamente, sí; pero en otro sentido.

A pesar de todo lo anterior, estoy convencida de que no es tarde para valorar la austeridad y el intelecto por encima del dinero, y de que no hace falta que los nuevos grupos de pensamiento revolucionario pongan nuestro Estado de Derecho al revés para solucionar algo que, como piensa don Javier Gomá, tiene un gran componente moral.

Sólo vi a mi querido primo perder la compostura un día. Sonaba la música de Bob Seger que Revólver  había versionado mientras él cantaba por el camino que lleva al campus: "me gusta el buen y viejo rock and roll", que para mi no es otra cosa que la gente austera en lo material y con inquietud intelectual -tal vez por una mera proyección-. Esa es la verdadera clase.

A.Valois.